En el libro « La Era de la Revolución », el historiador británico Eric Hobsbawm trata sobre las profundas transformaciones que ocurrieron en Europa y en el mundo en su conjunto, en el periodo de 1789 hasta 1848. Estos procesos desestabilizaron el orden que, hasta entonces, se basaba en los Estados absolutistas, las monarquías que los gobernaban, y el mercantilismo que sus economías adoptaban. En su lugar, se consolidaron el liberalismo político, el poder de la clase media y el capitalismo industrial sobre bases liberales. En medio de este escenario, Hobsbawm destaca la relevancia de dos movimientos: la Revolución Industrial y la Revolución Francesa. Además, se pueden mencionar la Era Napoleónica, la Restauración Europea y las revoluciones de 1820, 1830 y 1848.
Según Hobsbawm, la Revolución Industrial representó la transformación de las bases del crecimiento económico. Consistió en la creación de un sistema de producción en grandes cantidades y con bajos costos, posibilitado por algunos elementos centrales: el cultivo de algodón, a ser utilizado para producir textiles, la energía del carbón mineral, la fabricación de máquinas a vapor y el transporte de mercancías en ferrocarriles. Según Hobsbawm, no fueron necesarias muchas reformulaciones intelectuales para el avance de la industria. El país pionero en este proceso fue Inglaterra, porque ya había introducido el capitalismo en la economía agraria, porque prácticamente monopolizaba el mercado consumidor mundial y porque tenía bastante capital disponible para invertir.
El otro movimiento que, para Hobsbawm, merece destaque fue la Revolución Francesa. Fue una consecuencia de innumerables crisis por las que pasaba la monarquía de los Borbones: una crisis de legitimidad política, debido al Iluminismo, una crisis social, debido a las disparidades entre las clases y los estamentos, y una crisis fiscal, dada los gastos excesivos del gobierno francés y los intentos infructuosos de reformarlo. Con la caída de la monarquía de Luis XVI, fueron alzados al poder grupos radicales, conservadores o moderados. Estos nuevos regímenes desmantelaron los pilares del absolutismo, como los privilegios de clase y la fundamentación religiosa para el poder de los reyes (el « derecho divino de los reyes »). Esto, sin embargo, llevó a Francia a enfrentar la oposición de las monarquías vecinas.
Gracias al combate exitoso contra las coaliciones extranjeras reaccionarias, Napoleón Bonaparte ganó prestigio y, finalmente, se convirtió en el gran líder de Francia a partir de 1799. Como cónsul y, después, emperador, reorganizó la nación, derrotó a la mayoría de los enemigos externos y dominó el continente europeo mediante la colocación de gobiernos que le eran favorables. Más de una vez, la Francia napoleónica buscó derrotar a Inglaterra, pero el Canal de la Mancha fue un obstáculo insuperable. Tras sangrientas batallas, incluida una invasión fracasada del territorio ruso, los franceses fueron derrotados completamente. Napoleón fue enviado dos veces al exilio, y las lideranzas europeas buscaron rediseñar el continente en bases conservadoras.
Reunidas en el Congreso de Viena, Austria, Rusia, Prusia, Inglaterra y la propia Francia (bajo el mando de Luis XVIII y de Talleyrand) decidieron por la legitimidad de la restauración de las monarquías depuestas por la fuerza durante la Era Napoleónica. En caso de amenazas a estas monarquías, las potencias interferirían para protegerlas. Sin embargo, el retorno al status quo pre-revolucionario no se extendería a las fronteras europeas. Ellas serían redibujadas de modo que asegurasen el equilibrio entre las potencias — es decir, no se permitiría el engrandecimiento de una en detrimento de la otra. Con respecto a la Francia derrotada, por ejemplo, se adoptó una política moderada, permitiendo que disfrutase de la condición de potencia. Por otro lado, para contenerla, se creó la Confederación Germánica.
La orden de Viena, articulada por las élites políticas europeas, enfrentaría una serie de desafíos en las décadas subsiguientes, debido a la eclosión de revoluciones liberales por Europa. En general, estos movimientos aspiraban a la adopción de una constitución (como en el caso de Portugal, de España y de Alemania) o a la autonomía política o independencia de ciertos grupos sociales (como en el caso de Grecia, de Bélgica y de Polonia). El apogeo del sentimiento revolucionario, en este período, fue en 1849, cuando hubo revueltas en varios lugares, de forma simultánea y descentralizada. Las revoluciones de 1820, 1830 y 1848 tuvieron resultados variados, sin embargo, contribuyeron al debilitamiento de las estructuras absolutistas y a la ascensión política de la clase media y de la burguesía industrial.
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